Anoche estuve paseando sola por el centro de Madrid, recordando viejos tiempos y tejiendo nuevas esperanzas. Te busqué entre la gente ( siempre lo hago por si apareces, como un milagro), pero para variar, no estabas.
Me gusta ese Madrid mío natal tan transitado, tan querido, tan de todos los que lo visitan, el que te cala hondo el corazón cuando te dejas invadir por él con todos tus sentidos... Adoro el bullicio alegre de los bares, el tacto escalofriante de la vetusta piedra, el sabor interrogante del tiempo entre las sombras, la vista - majestuosa y mágica en su conjunto- de un lugar lleno de pequeñas, medianas y grandes historias de ayer y de hace tanto...
En uno de los laterales de la Plaza Mayor, delante de la oficina de turismo ( valiente imagen que damos a los turistas), duermen cada noche unos cuantos sin-techo, amigos entre sí por ese lazo que crea a menudo la adversidad compartida en vecindad y asombrosamente organizados por pura supervivencia. Me dieron muchas ganas de quedarme con ellos, hacer un ovillo con mi corazón y olvidarme del mundo para siempre.
Y recordé la noche que escapé de casa hace muchas primaveras, cuando pensaba que era la más genial aventura y el mejor final-principio que podía darle a mi vida...
Quizás no sea tarde.